12 jul 2018

Minirrelato: Elegía a las musas

Portada de Festín de Cuervos
Mi musa estaba muy leída y no cometía faltas de ortografía. Vigilaba y escuchaba tras las puertas para buscar historias frescas. Las traía presas en su boca chorreando sangre caliente. Las tiraba moribundas en la mesa y se iba sin esperar agradecimiento. 

Los cuerpos empezaron a amontonarse, como en  una fosa común. La musa empezó a aullar para llamar la atención hasta quedar afónica, pero hace mucho que me quedé sordo. Ya no puedo escuchar las voces. Sí, la castración química para los escritores existe. Nos volvemos más terrenales, más cínicos y no nos reímos con facilidad. Cuando consiguen domesticar a un artista, éste se vuelve opaco, un poco más muro y menos piel. Ya está muerto y apto vivir en sociedad.

Mi mente esboza mil excusas para eludir el hecho de que la musa no murió de vieja. Me la dieron bastante usada, sí, pero mi musa era hembra dominadora. Era hembra transgénero que ya había matado al toro por los cuernos. Y cada cuerno era un seno en su pecho. Le gustaban las bromas casuales, las sátiras burlescas y las caricias en sitios innombrables. Era absurda, picante y excelsamente relevante. No pasaba desapercibida, más que susurrar al oído me daba collejas y gritaba: ¡Espabila 'tarao'!

Ella murió de indiferencia y tabaco, la cirrosis la volvió amarillo fatiga y murió extenuada. El escritor sin embargo, está maldecido con la oportunidad de vivir muchos años bajo el signo de la normalidad grabado en escarlata en su frente. Muses semper in pace.


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