La carne es débil y como una es proclive a encandilarse ante las eminencias me acerco despacio, con reverencia.
Le saludo cordialmente, "¡Buenas tardes, Don Pablo!, ¿permite usted que me siente a su lado a compartir unos minutos de un monólogo al que usted con su silencio otorgará complacencia?, ¿permite usted que nos fotografiemos juntos?".
De esta manera comienza una relación de amistad, un poco fría y estática pero con visos de ser duradera.
Pero una mañana, de sábado cual no sería mi sorpresa que se acercan a Picasso, dos niños acompañados de su padre y sin saludo previo ni mediado permiso, lo abordan.
En menos de un minuto, mientras el patriarca prepara la cámara, uno de los niños acaricia el cuaderno de notas e intenta arrancarle el lápiz. A mismo tiempo, el otro angelito primero le mete un dedo en la oreja, luego se lo mete en la nariz y para rematar la faena, mano a la entrepierna, cacheando bien la mercancía. El padre avisa a los niños para que sonrían a la cámara y se marchan.
Yo, indignada al ver semejante cuadro, acudo sentarme a su lado y conversamos sobre cómo cambian las muestras de cariño y respeto con el paso del tiempo, pero, que tal y como anda el mundo es posible que deba sentirse agradecido.