4 jun 2011

Minirrelato: La niña que leía demasiado (II)

Imagen: Hola.com
La niña continuaba con sus quehaceres diarios. Le faltaban horas al día para escabullirse a la azotea y esconderse a leer entre los bidones de uralita llenos de agua y larvas de mosquitos. Ese hueco era uno de sus refugios para disfrutar al sol. Cuando ya se cansó del diccionario y las enciclopedias, necesitaba savia fresca. Así que se pasó a la Biblia, y a todos los libros y revistas que cada semana traían los que llaman a Dios por su nombre de pila 'Yahveh'.

El peso de la lectura diaria se notaba en la destreza y el dominio de la palabra, cosa que no pasaba desapercibida entre los adultos. En cuanto podía, en alguna reunión donde los mayores de ponen a hacer filosofía de salón, ni corta ni perezosa se lanzaba aportar su opinión sobre algún tema.

Al padre le hacía gracia, que la niña despuntara de esa manera, pero le advertía que se contuviera, que se regalaba demasiado, que siempre hay que guardar un as en la manga. Vamos, hacerse el tonto. La niña indignada no entendía porque su padre le decía esas cosas. Entonces, ¿para qué están los libros sino es para leerlos y compartirlos?- refunfuñaba entre dientes.

Una tarde de verano tocó a la puerta como cada semana, una de las repartidoras de las revistas de las verdades textuales, aunque esta vez no venía sola. Su madre le dice: "Abre, recoge las revistas pero no les des conversación que se ponen muy pesadas". Pero, si son buena gente, les gusta leer y hablar como a mí - dijo la niña  mientras se dirigía hacia la puerta.

Recogió las revistas, dio la voluntad y con ella el torrente de palabras que guardaba para la ocasión, pero esta vez no fue como de costumbre, un intercambio amable de citas y opiniones. La acompañante venía a hacer un examen sorpresa:  "¿Quién te crees tú? ¿Por qué sabes tanto? ¿A quién sirves? No se puede servir a dos señores." Estas y otras preguntas, una detrás de otra, iban aderezadas con una retahíla de citas bíblicas repetidas casi sin respirar.

La niña, ante ese ataque frontal, se sintió insignificante. ¿Qué estaban haciendo aquellas dos mujeres?- se preguntó presa del pánico. Las mujeres, cuando ya la vieron aturdida y muda, decidieron irse. Ella cerró la puerta, cogió su muñeca y corrió a esconderse en el hueco de las escaleras, llorando y preguntándose el por qué de ese episodio.

Una hora más tarde llega su padre del trabajo y se extraña de la ausencia de la niña. Decide buscarla y la encuentra con la mirada llena de pavor. Aún le temblaban las manos mientras le explicaba lo sucedido. Él comprensivo la saca de su escondite y le dice: "Ay hija, no pretendas que Aldonza Lorenzo se convierta en Dulcinea del Toboso, mi pequeña Quijote".

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