Pero, pronto el fin del mundo llegó. Septiembre trajo una larga lista de enseres que no contemplaba reciclar a viejos compañeros de fatigas. Nueva, casi sin lamer, casi sin estrenar, la tiraron a la basura. Y allí entre los colores de tamaño medio y los cuadernos con más de veinticinco hojas vacías, lloró. Pelusas de goma recorrieron su redonda cara manchando el papel ajeno. Ya con su futuro incierto sintió como la bolsa de la papelera era cambiada y llevada al contenedor gris, el agujero negro de la basura, que no era compostaje, ni papel, ni cristal, ni embalaje. ¿Dónde se recicla una goma a medio borrar y con los deberes aún sin terminar? ¿A qué cielo iban las gomas a medias? ¿Las que aún tenían asuntos pendientes?
La incertidumbre era peor que si algún niño la hubiera masticado y escupido, al menos, hubiera saciado la curiosidad del que todo lo prueba aunque no sea comestible. Nunca fue la goma de un arquitecto, ni la goma de un universitario, ni la de un bachiller peleándose con las cuatro dimensiones y los puntos de fuga. Apareció en Primaria por casualidad y se quedó por convicción, pero no sabía que su vida sería corta, porque nadie aprovecha lo que tiene. El infierno de las gomas es que siempre hay gomas nuevas, no se valoran las curvas ni el servicio prestado. Siguió llorando pelusas y desapareció entre el resto del bolsas en el camión de basura de las siete y media de la mañana. Ese que viene siempre con prisa y vacía los contenedores sin bajarse del camión porque todo está automatizado. El chófer escuchó un lloro, pero pensó que fue su imaginación, las bolsas de basura a veces gritan enfadadas, pero hace ya tiempo que dejó de prestarles atención.
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